Louis-Ernest Barrias y la primera muerte
Era una calurosa tarde de verano, allá por el mes de agosto de 2013. La intenté programar como una de mis últimas visitas al departamento de historia del arte antes de depositar la tesis doctoral que me había traído de cabeza los últimos dos años y que, además de robar mi poco tiempo libre, estaba acabando por arrancarme la salud. Había llegado con tiempo, no quería causar mala sensación a mi director que, por otra parte, había demostrado tener mucha paciencia conmigo. Debe ser difícil dar pautas a un hombre que roza los cuarenta cuando la mayoría de tus alumnos ni se acerca a la veintena.
Mi habitual naturaleza curiosa me llevó a mirar todos los corchos del área de espera, junto a la secretaría, a la entrada del cuarto piso. Unos cuantos carteles se apilaban en un minúsculo espacio entre unas vitrinas y recepción. Cursos, seminarios, grados, etc., se disponían desordenados unos encima de otros, sin orden aparente, compartiendo a veces las mismas chinchetas. Y, entre todos ellos, un atractivo diseño llamó mi atención. Ante mí, una fotografía de una galería escultórica a la clásica: luminosa, de paredes inmaculadas y arquitectura clasicista de gran sobriedad. Era la propaganda de un encuentro anual, no recuerdo bien de qué, en el Museo de Bellas Artes de Lyon. Al fondo de la imagen, un pequeño volumen en la desordenada disposición de esculturas de la sala me hizo concentrar la mirada en unos pixelados milímetros de papel, un conjunto escultórico desconocido pero verdaderamente atrayente y de un aspecto aventuradamente académico.
De vuelta a casa el buscador informático hizo el resto. Por fin, ante la pantalla de mi pequeño pc portátil de diez años, visualicé la obra enmarcada por un bello panorama arquitectónico seiscentista de piedra y cal. Era una pieza del escultor francés Louis-Ernest Barrias (París, 1841-1905),-que no me da vergüenza asegurar, ¡es tanto lo que nos queda por descubrir!, que desconocía completamente-, un yeso de grandes dimensiones que era copia, a su vez, de un mármol presentado por el maestro en el Salón de París de 1878 con el evocador título de "Les premières funérailles", los primeros funerales. Conocido por algunos autores como la "Piedad laica", personalmente creo que erróneamente, la fantástica escena narra el primer entierro de la historia, el de Abel, portado por los primeros padres, Adán y Eva, tras ser asesinado por su hermano Caín. Una escena no narrada, por supuesto, en los evangelios canónicos.
Bien sabida es la habitual presencia de los primeros padres en la historia del arte, aunque no obstante, en este caso, el dramatismo desplegado en la escena de acentuado y marcado efecto piramidal supera en mucho las sentimentales plasmaciones tradicionales referentes a otros momentos de la historia sagrada, como puede ser el pecado original o la expulsión del paraíso, entre otras. Barrias, magistralmente, aplicó en la pieza las dos maneras "realistas" posibles de afrontar la muerte, de padre y madre, con la serenidad resignada de un galaico y bárbaro Adán o con la aflicción apasionada y dulce de Eva, que no sin ello dejan de evocar las estéticas, a veces de límites muy difusos, entre clasicismo y romanticismo.
Si bien conocemos la pasión del autor por la obra de los clásicos de la escultura, los atemporales Miguel Ángel y Bernini, ¿cómo no?, que bien son apreciables en los modelos y composición de este grupo, el tremendo atrevimiento e inspiración de Barrias en la creación de la presente composición, le concedió el éxito del público y la crítica, que la calificó como "la más bella escultura francesa del siglo" o "la manifestación más alta de los sentimientos humanos que la cultura puede expresar". Además, le valió la medalla de honor del salón y la Legión de Honor de ese mismo año 1878, exponiéndose nuevamente en la Exposición Universal de 1889.
La obra, de grandísima popularidad en la Francia de la época, conllevó la realización de tres réplicas, la presente y las actualmente emplazadas en los museos de Angers y Rennes. Además sabemos de la existencia de dos versiones nuevas en mármol, más reducidas, para coleccionistas privados, una de ellas actualmente en el Museo Nacional de Buenos Aires. Unas obras a las que seguiría una tercera (Gliptoteca Carlsberg Copenhague), diversos bronces y una cera (Musée Carnavalet, París).
Pero, sin duda, la aportación más importante del francés es la propia iconografía, inédita en la historia del arte, de la obra, dotada de una importancia sentimental contenida pero sobrecogedora. Es la primera representación de la la irrupción de la muerte en la senda del ser humano, tras la salida del Edén, en pleno relato del Génesis. Y el maestro lo hace con una maestría y dominio del oficio de escultor verdaderamente sorprendente, aplicando cincel a sentimiento, confiriendo en tres dimensiones una de las realizaciones más importantes, admiradas, secuenciadas e imprescindibles de la estatuaria de todos los tiempos.
David Montolío